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POLÍTICA MEDIOCRE, UN COMENTARIO SUBJETIVO DE LA PARTICIPACIÓN CIUDADANA Y SU FALLA SISTÉMICA

  • Foto del escritor: Influencia Digital
    Influencia Digital
  • 6 oct 2020
  • 3 Min. de lectura

El éxito o fracaso de una administración depende absolutamente de la idea de éxito o fracaso que tiene el grupo social en cuestión; del estilo particular de gobernar, y del sentido, esa singularidad social que nos conduce a la acción colectiva (Max Weber).


El Estado es la construcción simbólica que organiza las acciones de sentido de un grupo social determinado –con un tanto de mi cosecha, más o menos así lo define Herman Heller–. Es decir, el Estado es esa cosa que, hasta cierto punto, dota de sentido a la sociedad, o más correctamente, sintetiza el conjunto de universos políticos individuales en cuestiones comunes. Así es como se inventaron los pilares de la sociedad: las máximas creencias compartidas que dan forma a nuestro pensamiento.


Sin embargo, el gobierno debiera ser –otra vez citando a Heller– la función política del Estado, la única capaz de modificar la forma de éste y por tanto, de reinventar a la sociedad, de reorganizarla y construir con ella nuevos pilares. Pero se ha limitado simplemente a administrar los recursos económicos –en el mejor de los casos–.


Y todo es culpa de la democracia, o más precisamente del método democrático de elección de representantes. Porque –sin entrar en detalles– la democracia en México es sólo una idea vaga de lo que debería ser el sistema político; no una realidad, no una vivencia colectiva, no es la verdadera forma de organización política.


Piensa un par de segundos en cómo tomamos decisiones en el núcleo familiar… Usualmente, de manera autoritaria. Y si la familia no es democrática, ¡menos el Estado!, ya que ésta es la célula primigenia de la organización social.


El método democrático ha servido para crear falsos consensos, para simular participación ciudadana, y sobre todo, para dotar de legitimidad a los gobiernos emanados de la competencia electoral. En México, cada tres años hay elecciones y un montón de partidos que compiten por los pasteles municipales, locales y federales. Al final, todos ganan. El sistema se regenera porque permite que todas las fuerzas políticas lo legitimen, lo construyan. Pero deja fuera de éste a la mayoría de los ciudadanos.


El que gana, se convierte en el charlatán del momento. Empodera besa manos, sale por ahí a repartir tonterías, le mete las manos al presupuesto y lo sangra –dentro de lo que la ley permite–, y casi de inmediato, comienza a preparar un sucesor, ése que tape los agujeros negros del periodo de gobierno. ¿Cuándo gobierna!


Los políticos no entienden su verdadero papel en la construcción del Estado. Piensan que merecen todo por haber ganado una elección que ¡no representa a la sociedad!, ¡que no refleja los verdaderos intereses del pueblo!; que no construye ciudadanía, por el contrario, corrompe a los individuos y los aísla de la comunidad –y los obliga a votar por un candidato (que no los representa) a cambio de una despensa miserable–.


Está mal todo mal. Hay una falla sistémica en la ecuación moderna de lo público. ¡El poder sólo sirve al poder! –Es cierto, pero Foucault se revolcaría en su tumba si viera en lo que han convertido la lucha por el poder–, en una guerra mediocre de sinsentidos, en un mercado de conciencias baratísimo que desprecia la responsabilidad, y que en su infinita ignorancia y mediocridad, sólo reconoce el poder del dinero.


Hace falta ciudadanos, es cierto, pero también hacen falta políticos.



Alejandro Sosa Benítez

 
 
 

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