LO QUE APRENDÍ DE HEBERTO CASTILLO
- Influencia Digital
- 8 sept 2020
- 5 Min. de lectura
Actualizado: 17 sept 2020
Alekcy Benítez Ahumada
Éstos últimos días han dado tanto de qué hablar en la opinión pública de nuestro querido pueblo, que me ha costado un poco de trabajo decidir qué tema abordar en mi texto de esta semana para Influencia Digital y creo, sin temor a equivocarme, que, para muchos de los que se me ocurren, debo estar mejor informada, ser más objetiva o por lo menos más cerebral y dejar que mis emociones participen, pero no dominen.

Lo anterior me ha hecho decidir compartirles una idea que ha sido determinante en mi vida y que alguien me ayudó a recordar el pasado domingo, mientras sumaba mi firma a la de los que están de a cuerdo en que se realice una encuesta para averiguar si el pueblo quiere que sean sometidos a juicio los expresidentes de la era neoliberal y para abordar dicha idea, necesito viajar un poquito en el tiempo y contarles de donde se origina, una de las lecciones más importantes que he recibido en la vida…
Corrían los primeros meses del año 1992, la fecha exacta, no la recuerdo; el año sí, porque acababa yo de regresar de una estadía de 3 años en la Cd. De México, donde, trabajando para la Secretaría de la Reforma Agraria y luego para la de Gobernación en el CISEN (Centro de Investigación y Seguridad nacional) me había tocado vivir de cerca el proceso electoral de 1988, el fraudulento triunfo de Salinas y el nacimiento del PRD a través del registro del partido Mexicano Socialista (PMS) que le cedió su lugar y con ello, una larga historia de lucha en la izquierda mexicana, siempre intensa, siempre congruente.
Una tarde entonces, mientras preparaba yo mi clase de Sociología que impartía en el plantel 02 del Cobaev, alcancé a escuchar un altavoz que invitaba a que al día siguiente, a las 5 de la tarde, frente al Palacio Municipal, todo Tempoal acudiera a recibir al líder de la izquierda mexicana más congruente que yo había conocido, al incansable luchador social y al destacado y creativo ingeniero de profesión: Heberto Castillo.
Mi sorpresa y alegría fue mayúscula, así es que sin dudarlo ni por un segundo, al siguiente día desempolvé mi vieja, y compañera de mil batallas, bandera del PMS (Partido Mexicano Socialista) y con ella al hombro, me dirigí a la plaza pública, donde ya se preparaban para la llegada del llamado “último hombre revolucionario”.
No está de más decirles que había más gente en el templete que en la calle y desde luego, alcancé a ver un nerviosismo usual entre los organizadores que se veían unos a otros con preocupación.
Los que entonces lideraban a la izquierda tempoalense eran en principio: aquel simpático señor que apodaban el “tiburón”, con grandes bigotes güeros y sombrero tantoyuquero, un popular y conocido Beto “blockes” mi vecino de toda la vida, y desde luego, la familia Cabrera, que fueron los que a fin de cuentas se acercaron a mí para hacerme una solicitud: “Ya es hora de que empiece el programa y no tenemos quién lo dirija, ¿nos ayudas?”
Mi corazón latió aceleradamente, mezcla de sorpresa, temor y entusiasmo a la vez; dominó el entusiasmo, no sólo tendría la oportunidad de escuchar al admirado líder, sino que podría estar cerca de él y hablarle, mostrándole toda la admiración que inspiraba, por tanto, acepté casi sin tardanza y con nerviosismo mal disimulado subí al templete. Don Heberto ya estaba ahí y me recibió con una profunda mirada detrás de sus lentes que resbalaban por la nariz y descubrían sus ojos al movimiento de su cabeza de arriba hacia abajo.
Inicié la arenga, rememoré la lucha social del líder y el sacrificio de su partido que no sólo significaba una opción electoral, sino que representaba la larga lucha de la izquierda mexicana desde el Partido Comunista, pasando por el PSUM y el pensamiento de tantos hombres y mujeres que entregaron su vida por ideales; expresé abiertamente mis dudas sobre la viabilidad del proyecto del PRD y dije con toda franqueza que me dolía profundamente que desaparecieran del espectro político las siglas del PMS y aventuré un “espero que hagamos que valga la pena”.
Presenté uno a uno a los oradores del programa hasta llegar a él, profundamente emocionada. Su sereno, sencillo y profundo discurso tuvo como intención central, convencernos de la trascendencia y generosidad de la acción de haber cedido el registro del PMS a una nueva opción política que aglutinaría a todas las izquierdas mexicanas por siempre divididas y que, caminado al fin juntas en la elección de 1988 a través del Frente Democrático Nacional (FDN) casi llevan a Cuauhtémoc Cárdenas, el hijo del “tata” a la Presidencia de la República; lo que impidió, como es sabido, un enorme fraude electoral fraguado desde las mismas entrañas de la Secretaría de Gobernación.
Heberto Castillo, mirándome un poco de reojo y con voz firme y muy clara, terminó su discurso diciendo más o menos lo siguiente:
“He venido aquí hoy, paisanos de Tempoal; (ya que él era Huasteco Vercruzano también, nacido en Ixhuatlán de Madero) a pedirles que se sumen al nuevo proyecto político que llevará por nombre Partido de la Revolución Democrática y logremos, unidos todos, conseguir los cambios que la vida pública de este país requieren y poniendo al servicio de los demás el talento de cada quien, alcanzar que la Patria sea de todos”.
Vinieron los aplausos y desde luego, la exaltación de cierre y despedida en la que, mucho más emocionada que antes, le dije sin pensarlo:
"Cuente con nosotros, cuente con la gente que cree en la libertad, en la democracia y en la justicia social y el que no piense así, ¡que no venga!, ya que es mejor conservar nuestros ideales y preferir la calidad que la cantidad."
La gente aplaudió, y el mitin, o quizá lo justo es decir "reunión", terminó. Empezaron las despedidas y para mi sorpresa el Ingeniero Heberto Castillo se acercó a mi y me dijo –gracias por tu apoyo, me gustaría mucho que me acompañaras al sitio donde comeremos en el transporte en el que viajo–.
Era un autobús de pasajeros viejo, pero en buen estado, en el que subí entusiasmada y llena de alegría. Me sentía feliz y regocijada del “seguramente”, gran papel que había desempeñado y que me valía aquélla distinción.
Él subió detrás de mí y se sentó a mi lado, y nuevamente usando un tono suave pero con un lenguaje directo y claro me dijo:
“Te felicito, te expresas muy bien y tienes gran facilidad de palabra. Eres apasionada y comprometida, sin embargo, debo decirte que tu planteamiento es erróneo. Cuando tienes la responsabilidad de ser líder de un movimiento social que busca crecer y hacerse grande, tu deber es contagiar de tus ideas a la mayoría, traer a las ovejas al redil, encontrar el talento de cada una de ellas y hacerlas capaces de enriquecer el plan. En el proyecto que hoy promuevo, hay espacio para todos, no sólo para los que piensan como yo, y no te confundas creyendo que estamos traicionando nuestros ideales al dar cabida a todos. Las ideas cambian constantemente, se adaptan y se transforman según la realidad; y la lealtad, solo tiene que ser para los actos morales.”
Sus palabras resuenan aún en mi cabeza con fuerza y vigor y la máxima la he vuelto mía desde entonces aplicándola a todas mis empresas y relaciones: laborales, familiares, sociales…
Don Heberto Castillo murió el 5 de abril de 1997, muy poco tiempo después de que el PRD nació en la esfera política nacional y ¡qué bueno! que no tuvo tiempo de ver en lo que se convirtió su sueño de aglutinar a todas las izquierdas. Sin embargo, su legado tiene un lugar en la historia de México y a mí me enseñó que, la lealtad, que según el diccionario significa “virtud que exige el cumplimiento de las normas de fidelidad, honor, gratitud y congruencia” no se debe a siglas, ni a hombres, ni a nombres, la lealtad es: sólo para los principios.
Alekcy Benítez Ahumada

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