TICO
- Influencia Digital
- 10 ago 2020
- 2 Min. de lectura
Cuando Sumy se fue, Tico y Tuco, sus pequeños mininos llenaron su espacio, Doña Meche la de la esquina amaneció viuda un día y para aplacar su soledad le regalé un pedazo de mi vida; Tuco hizo su maleta y con una docilidad aparente encaminó sus pasos a sus nuevos brazos y yo inicié de lleno un romance con el Tico. Sus alargados ojos azules dinamitaban su diámetro cuando me veían y se movía entre mis piernas con una sutileza y sensualidad que acompañaba con un ronroneo melancólico, erizando su pelo tanto como ponía la piel de mis piernas cual cuero de gallina.
Yo era la luz de sus ojos, la guía de sus pasos y la leche de su café, su mundo estaba suscrito a mi espacio y el mío al suyo de gato pero... los gatos viven 7 años en 1 y Tico creció, mientras que yo, continuaba jugando a atrapar luciérnagas, grillos y cucarachas para que las deglutiera y era la esclava del sentimiento que me provocaba.
Empezó a escapar por las noches, regresaba tarde luego que la calma era partida por aullidos largos y desgarradores, y es que él peleaba por salvar su instinto, la gata en la casa no era de su clase, los demás gatos no la disputaban, por eso su furia, por eso sus guerras, por eso sus ansias. Él era un felino con entraña rara, criado entre algodones y esencias humanas confundido y solo.
Mientras yo esperaba su regreso en vela, listos los alcoholes, lista la saliva para lamer sus heridas y él, me despreciaba, se escondía en las sombras y no ronroneaba; le llamaba en voz baja, casi susurrando y se congelaba, lo delataba su blancura en medio de la noche oscura pero su alma rota no me perdonaba y huía de mi presencia, pero no de mi vida.
Casi estoy segura que cuando salía llevaba la idea de no regresar, pero no podía, cada madrugada la aurora iluminaba el camino de vuelta a su eterna agonía. Un día no apareció, mi abuelo y mi madre especularon “se ha ido” –yo no lo creía–, caminé despacio por las calles húmedas y lo encontré tirado, su cabeza debajo de una piedra sucia, lloré como nunca por su amor perdido, fue tanta mi angustia que mi abuelo sabio le escribió un poema donde relataba de “su muerte artera”.
Aún me hace falta y cuando una gata aúlla en las noches de celo, quiero ir a buscarlo, traerlo a mi regazo a descansar y confesarle que también sufrí queriendo ser gata para que su falo ardiente desgarrara mi útero con sus espadas abiertas.

Alekcy Benítez Ahumada
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